HOMENAJE
“Tito” Urquiza, el “malvinero” de Los Molles
A los 100 años, Don Faustino completa la historia del municipio que apenas cumplió sus “bodas de oro”. Además compartió un emotivo reencuentro con diez veteranos de Malvinas. Anécdotas, humor y el secreto para la larga vida.
La historia viviente de Los Molles
Aunque le tiembla el pulso, porque lo aquejan dolores en los huesos y la mandíbula, “Tito” revuelve despacio el café. Ahora lleva la taza bien calentita, como le gusta, lentamente hasta sus labios en u. No se moja el bigote canoso. Cuando baja es como si tuviera toda la tarde para ese aterrizaje, donde sus dedos largos parecen ramas abrazadas a la taza blanca o al tiempo. Pide más azúcar. En el siguiente sorbo, el peso de la taza está a punto de estrellar sus manos frágiles contra la mesa. Pero resiste. A los 100 años, él es la historia viviente de Los Molles, el municipio ubicado a 190 kilómetros de la ciudad capital, cerca del límite con Córdoba.
Incluso los nietos se asombran de su memoria. Mientras merienda, el abuelo narra que cuando vivió en Buenos Aires vio pasar un dirigible. Los jóvenes asentimos pero ni imaginamos ese episodio. Y es cierto: el sábado 30 de junio de 1934, el Graf Zeppelin hizo sobrevolar su esvástica nazi sobre Capital Federal. “Tito” ríe cada dos por tres. Lo rodean diez veteranos de Malvinas y la intendenta local, Sandra Altamirano. Agrega que en la biblioteca de Buenos Aires leyó ‘El Quijote’, el ‘Martín Fierro’. “Y ‘Las Mil y Una Noches’, cuando invadieron Bagdad (capital de Irak) la sentí como si fuera mía, por los cuentos tan lindos que tiene”, dice emocionado. Es que Don Urquiza palpita con todo, desde su pequeño lugar está unido a lo que pasa en el globo. Así, los veteranos dieron con él. Este año, el 19 de abril, cuando el contingente de 30 héroes que regresaron de Malvinas enfiló por la Ruta Provincial N°1, “Tito” salió hasta la bicisenda frente a su casa. Los vecinos comentan que el abuelo esperó por más de dos horas para abrazarlos. Para muchos excombatientes aquel encuentro fue tan inolvidable como tocar “la perla austral”. Entonces nació una promesa de reencuentro.
Y acá están, bajo la sombra de un algarrobo en este otoñal domingo al mediodía. Urquiza casi se quiebra al saludarlos. Desde las 9:00 de la mañana que pregunta cuándo vienen los veteranos. La segunda vez que sus pupilas marrones con bordes celestes se humedecerán será cuando recuerde a sus amigos del pueblo. Pero jamás hay nostalgia en la mirada de “Tito”. Su memoria pasea para completar la historia de Los Molles, cuyas “bodas de oro” son por la creación del municipio pero que no existe fecha fundacional. “Tito” frota su bastón y levanta la pera cual fundador.
“Acá era lindo, buenaza la gente, todos muy amigos. Lo que se pactaba de palabra había que cumplirlo”, historia Faustino Urquiza.
Hasta el pasado 5 de diciembre, el anciano tenía 98 años, pero cerca de su cumpleaños, el 4 de enero, los familiares descubrieron el acta donde figura que nació en 1915. Había que festejar, pues, un siglo con sus siete hijos, diecisiete nietos y diez bisnietos.
Urquiza nació en Carpintería. Parte de su niñez y juventud la pasó en Buenos Aires. Hace unos sesenta años que vive en Los Molles, donde construyó su casa junto a su mujer, Arminda Asunción Brindas, con la que estuvo casado más de ochenta abriles y que dejó este mundo en febrero de 2014. A Bringas la conoció en Carpintería, donde eran vecinos. Antes de formar la gran familia Urquiza, tuvieron mellizos pero murieron.
“Estuve siete u ocho años en Buenos Aires. Mi padre se había hecho amigo de una porteña y ella le pedía que me quería llevar para allá, entonces el padre me prestó para que estuviera con ella, allá. Me mandaban a hacer algunas compras, vio. A la mañana iba a una feria a hacer las compras y después de eso tenía que ir a la escuela. Hice hasta tercer grado. Y acá en Carpintería hasta cuarto porque no había más grados. Para hacer más había que ir a Merlo”, recuerda con nitidez.
Acerca de Los Molles prefundacional, aporta: “Acá había muy poco trabajo. Trabajaban en las minas y en las cosechas de maíz. Mucha gente emigraba, unos iban a Mendoza, que estaba lindo porque había mucho trabajo con la plantación de la vid, y otros iban a Buenos Aires. A Córdoba íbamos a la cosecha. La familia que tenía los niños grandes tenía que emigrar. Acá había trabajo de hachada, pero eran trabajos muy brutos, para algunos nomás. Ahora cuando llovía las aradas también. Todas las cosas las hacíamos con caballos, vio.”
La vida de “Tito” cambió al ingresar en Obras Sanitarias. Eran tiempos donde un trabajo estable y duradero bastaba para consolidar el hogar. Mirando y con un poco de coraje al lado de la gente del campo se podía aprender cualquier oficio.
“Vinieron ingenieros, maestros de obra de Buenos Aires para poner en marcha porque acá no se conocía el cemento todavía. Nadie trabajaba con hierro. Ellos vinieron e hicieron el trabajo para los tanques y pusieron en marcha los motores para el agua potable, vio. Trabajaba toda la gente del lugar. De ahí vine a quedar yo, porque había trabajado en Colonia Argentina, Carpintería, y después quedé en Los Molles”, describe.
“Teníamos ocho horas de trabajo, pero había días que teníamos que trabajar doce horas porque la gente traía los animales al bebedero: vacas, caballos, ovejas. Esa agua iba para el pueblo. Había surtidores. Y después la gente venía en carro con tanques y llevaba agua para sus casas, para las gallinas o los perros y para hacer la comida. Era muy seco acá. Además de las sequías, había langostas, vio. Venía cada manga de langostas que dejaba los campos pelados, así que se moría la hacienda de sed o de hambre. Un gobernador consiguió que hicieran perforaciones de agua para todo el pueblo”, indica.
Carlos (70), uno de sus hijos, también trabajó en el pozo de Los Molles y dice que tenía más de 80 metros. “Por ahí viene el arroyo norte y por ahí el sur; se hace como una horqueta en el río”, explica en el camping El Talar, frente al envolvente paisaje donde las sierras de Los Comechigones parecen bajar entre el agua clara y el húmedo silencio.
“Honestidad, eso me enseñó el viejo. La palabra, cuando vos dabas la palabra, no cambiaba”, reflexiona otro de sus hijos, José (72), con la palma abierta frente a su cara.
“Pepe” fue minero y ayudante de tropero. Por trabajar al filo de las sierras se le ha pegado la tonada cordobesa. Tiene apodos para todos y es el que hace reír en cada reunión familiar. “Pepe”, por consejo de “Tito”, iba a visitar a su abuela Teófila Fernández. “En ese tiempo el camino era a burro, a caballo o a pie. La comunicación era Carpintería y Los Molles, separados por 4 kilómetros”, relata.
José se acerca más, para contar una leyenda familiar: “El padre de la abuela era de los Comechingones. Resulta que venía un español que era de apellido Fernández y tenía quince esclavos y los quince eran Fernández, dejaban de ser lo que eran antes. Me contaba la abuela que cuando venía el malón se escondían bajo tierra”.
Luego regresa al pasado de Los Molles para explicar cómo era el almacen de ramos generales. “En jardinera o en sulqui íbamos a Merlo, a traer la cal viva porque estábamos haciendo un rancho. Era una vez al mes más o menos. Traíamos harina, kerosene y un poco de mercadería porque acá no había nada”, asegura.
“El primer grado lo hice en una escuelita que era una casa particular, frente a la plaza de Los Molles, al norte. Había una comuna”, agrega.
“Pepe” dice que, así como “Tito”, hay pobladores antiguos que tampoco están seguros de su fecha exacta de nacimiento, pero lanza un remate: “Cuando me llevaron al cura me quisieron poner gol en contra”, ¿por qué? “Porque me habían hecho sin querer”.
El “malvinero” de Los Molles
Es difícil saber cuál es el secreto de “Tito” para la longevidad. Lo que para él resulta normal, hoy se diluye entre el ritmo acelerado de la vida urbana. Sus ojos inquietos, como de niño, aguardan otra pregunta y cobran más brillo cuando responde: “No lo sé. No tengo receta. Mi vida fue sencilla como toda persona, con sus altos y bajos, nada de particular, trabajando como todos”.
A Urquiza no le gusta el fútbol ni la pesca. De joven, dice que se escapó del servicio militar obligatorio. El ritual del mate es con horario, por la mañana y a la tarde. “Para mí todo parejo”, revela acerca de su alimentación. Le encanta mirar los noticieros locales e internacionales y los programas de guerra, a veces, hasta la medianoche. Camina por la bicisenda, riega las plantas, juega a las cartas, y hace un par de meses atrás montó un caballo. “La siestita es sagrada”, comenta con una amplia sonrisa, el anciano que hasta recuerda el nombre de su maestra de cuatro grado: Enriqueta de Flores. “Qué es lo primero que piensa cuando se levanta cada mañana”, se le pregunta para descifrar la clave de tanta vitalidad. “Será tomar un mate, no sé”, contesta. “Y antes de dormir ¿qué piensa?”, se insiste. “Y… me duermo enseguida”, expresa sencillamente. Tampoco ha sido un ferviente devoto. “No me acuerdo de nada. Mi madre me obligaba a rezar”, sonríe.
Pero “Tito” rogó por los soldados argentinos durante la guerra de Malvinas. “Merecían este reconocimiento de San Luis, por valientes, porque pusieron sus vidas para reconquistar las Islas”, dice durante el almuerzo con los diez veteranos. Todos escuchan con atención. “Quizás no estaban preparados para eso, pero expusieron sus vidas con gusto para recuperarlas, y se enfrentaron con la nación más poderosa del mundo”, subraya el abuelo que sacrificó su siesta sagrada con tal de compartir junto a los héroes contemporáneos.
Al final del agasajo, el Centro de excombatientes nombró “socio honorario” a Urquiza. Y nuevamente hubo muchos abrazos.
“Es más importante la causa Malvinas que todos nosotros”, dijo Prudencio Miranda, uno de los veintiún argentinos distinguido con la “Condecoración Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate”. Miranda desarmó la bomba que averió al Formosa en el ataque inglés sobre las inmediaciones de Puerto Argentino, durante la madrugada del 1º de mayo.
“Los Molles no tiene historia. Don “Tito” va a ser parte de la historia por escribir”, expresó la intendenta de la localidad que, según el último censo, tiene 732 habitantes.
En “Tito” se enlazan las raíces de la puntanidad. “Era lindo acá, porque hacíamos carreras de caballos, de topadas. Lo más interesante era eso. Cada quince días o una vez por mes. Cada tanto había jugadas también”, continúa quien se afianzó en el pueblo antes que el primer intendente local Doroteo Olmedo, en cuyo honor se inauguró la “Casa de la Historia”.
“En ese tiempo, al Club Deportivo Los Molles le prestaban un terreno. Entonces se formó una comisión con el fin de comprar ese terreno. Y lo hicimos. Hacíamos carreras, bailes, rifas. Éramos varios. Nos hicieron la escritura y nosotros se la entregamos al Club”, indica “Tito”.
“Mi padre me transmitió muchas cosas buenas: a trabajar, ser honrado, y a cuidar toda la familia, siempre”, comparte otro hijo, Raúl (64).
“Les enseñaba del trabajo y cuando ellos estaban, estudiaban hasta sexto. En ese tiempo no había droga o chicos que tomaran, todo era muy sano”, aporta Don Urquiza.
Ahora se emociona cuando recuerda a sus amigos: “Don Rodolfo Báez”, hace una pausa y sigue nombrándolos con voz temblorosa, como arrancándolos del remolino del olvido: “Don Julio Gutiérrez, Don Alfredo Alaniz, Zapata, Ríos, Rivarola”.
Para divertirse, “Tito” iba al boliche con ellos a tomar un vasito de vino después del trabajo.
“¡Don Chirino!, que era peluquero, que a veces se tomaba un vinito y dejaba el corte para el otro día”, rememora lúcido y feliz.
Nota: Matías Gómez.
Fotos: Marcelo Lacerda/ Malvina Urquiza.
Corrección: Berenice Tello.