SANLUISEÑAS DESTACADAS

Arocena, una mujer fuerte, defensora de su gente, fundamental en la cultura y la última princesa


Entre las figuras más emblemáticas de la historia de San Luis, Arocena se alza con fuerza como símbolo de resistencia, dignidad y arraigo cultural. Su recuerdo se ha transmitido por generaciones, convirtiéndola en un ícono inseparable de la identidad sanluiseña.

Arocena Koslay, luego llamada Juana Koslay.

Arocena, más conocida como Juana Koslay, fue una princesa Huarpe de la tribu Michilingüe durante la época colonial. Hija del cacique Cabeytú Koslay, famosa por su fuerza y su papel en la unión de culturas tras casarse con un conquistador español, convirtiéndose en un símbolo del origen de la identidad puntana. Su historia, que mezcla leyenda e historia, se destaca por su carácter firme y defensa de su pueblo. Su nombre hoy da nombre a una ciudad y es recordada en monumentos y relatos locales como ‘la última princesa’.

Se la recuerda como una figura fuerte, defensora de su gente, y su historia es fundamental en la cultura de San Luis, inspirando libros y monumentos, como en la ciudad de Juana Koslay. Arocena es un ícono cultural por su rol en la historia, representando la resistencia y el mestizaje de la región, su figura se erigió como un estandarte de lucha frente a la opresión y la injusticia.

Hasta mediados del siglo XVI habitaban el territorio de la provincia varias culturas indígenas que venían de territorios aledaños: Olongastas, Comechingones, Puelches, Pampas y Huarpes. Los Michilingues (denominación atribuida al geógrafo Juan W. Gez), ocuparon el sur de La Rioja y el extremo norte de San Luis. Fueron vecinos de los Huarpes mendocinos y de los Comechingones cordobeses.

Arocena Koslay (o Coslay, ya que los españoles de aquella época no conocían la letra k), habría nacido en lo que hoy es la ciudad de Justo Daract, en los llanos, al sudeste de Villa Mercedes, muy cerca del límite con la provincia de Córdoba.

Fue la hija primogénita del cacique Cabeytú Koslay. Desde muy pequeña fue formada por su padre y la tribu para ser la futura conductora. Los estudiosos aseguran que era una joven de mirada serena, de voz dulce, desenfadada pero prudente y amante ‘a más no poder’ de la naturaleza.

Una mañana salió de su valle, cruzó la montaña y fue al río a buscar raíces. Sintió un silencio poco común. Intuyó que algo no estaba bien. A orillas del cauce recibió la noticia de que hombres blancos merodeaban la región. Mujeres de otras tribus lo comentaban mientras recogían alimentos para escapar. Intuyó que se venían tiempos de cambio, nadie en su tribu, ni ella misma estaban preparados para este futuro. Y todo cambió. Los europeos sellaron con su llegada un antes y un después rotundo.

Cuando los españoles llegaron a las tierras de Arocena, desmontaron en medio de un silencio solemne. Ellos tenían las armas, y sus posturas y manifestaciones fueron intuidas por los indígenas como sentencias de esclavitud. Todo parecía que serían prisioneros.

El cacique Cabeytú ofreció entonces agua y alimentos para pactar una convivencia en paz, que los invasores parecían entender. Fue Arocena, la responsable de dar el primer paso. Ofreciendo un canasto con piquillín y algarroba, se paró frente a ellos y miró al invasor a los ojos.

Ella percibió lo que iba a ocurrir y aconsejó a su padre no resistir al invasor, tratarlo con respeto, brindándose a sí misma como ofrenda de paz. Los españoles que tomaron posesión de las tierras michilingües tomaron a la princesa Koslay y aceptaron casarla con el oficial español Juan Gómez Isleño, interpretando que se merecía un premio de la conquista.

En 1594 se casaron según las ofrendas de la religión católica (totalmente ajena a los Michilingües), después de ser bautizada con el nombre de Juana. El Rey de España mandó expedir una real cédula por la cual consideraba a la desconocida de Juana con el honroso título de Señora de primera clase. Los indígenas Michilingües, a través de doña Juana, pasaron a ser propietarios de tierras que se extendían desde Río V hasta el límite con Córdoba.

Juana se dedicó a la enseñanza y de ella descienden miles de puntanos de las primeras familias Sosa y Díaz Barroso, entre otras. Uno de los más destacados que lleva su sangre fue el mismo Juan Pascual Pringles. Este ejemplo siguieron varios de sus compañeros, contrayendo enlace matrimonial con las mujeres indígenas. Juana Koslay, la del apelativo lagunero, las comprendía a todas. La llamaron Doña, tuvo tierras y mereció el canto de los poetas.

Dicen que Arocena  tardó en partir, aún vivía en su tierra pero añoraba sus paseos por el valle con el  viento en la cara. Entonces recordó las palabras de los ancianos para alimentar su esperanza agotada por los sucesos acaecidos que hacían encoger su corazón: “El agua se purifica fluyendo y el hombre se purifica avanzando”.

Cuenta la leyenda que la noche anterior a la partida con su marido, Arocena se encontraba a orillas del río y el espíritu del pueblo le habló: “Un poco de mí no ha muerto, vivirá eternamente en la esperanza que reside dentro tuyo. Arocena, eres la única de nosotros que aún posee alma, espíritu y sentir, y mientras vivan en tu interior nunca van a dejar morir la existencia de este pueblo porque eres la vida misma”.

Entonces la madre naturaleza, quien había presenciado este momento, sentenció: “Arocena, desde hoy tu espíritu pertenece al viento, al agua, a la tierra y a las plantas de este lugar. Toda tu existencia pintará con los colores más hermosos y brillantes cada rincón de este espacio vital. Y tu voz, tus sueños, tu mirada, tu magia, tu sonrisa, tus angustias, tu danza, tus silencios, tus palabras quedarán grabados para dar vida a esta región”.

Más que un personaje del pasado, su figura es memoria, resistencia y cultura viva. Recordarla es también un acto de reivindicación, que reconoce la diversidad cultural como parte esencial del ser.



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