MALVINAS, EL LEGADO

Ocho kilómetros para salvar a uno de los suyos


Para Esteban Juan Tries, la guerra fue una circunstancia que le demostró que el amor genuino existe. Ése fue el motor para acompañar y salvar a tantos compañeros heridos. “No importaba el rango, de dónde venís o qué pensás. Era amor”, asegura. Para él, el 2 de abril tiene que ser un día de celebración y de memoria, que debe servir para unir, no ya desde la guerra, sino desde la paz.

Esteban Juan Tries hace un salto al pasado para traer al presente, con su voz serena, memorias de fuego y sangre. “Había hecho el servicio militar en 1981 en el Regimiento de Infantería Mecanizado 3, en La Tablada, y me fui de baja en noviembre de ese mismo año. En abril de 1982, cuando se recuperaron las islas, convocaron a los soldados que nos habíamos ido de baja a volver a los cuarteles”, contó. Esteban recuerda que, cuando recibió la noticia de que iban a ir a pelear, solo dos compañeros, de los 150 que eran, se escondieron detrás del cuartel para no ir. “Éramos el equipo que tenía que estar junto donde fuera”, dijo.

Llegaron a Malvinas un 11 de abril de 1982, se ubicaron en cercanías de Puerto Argentino. El 13 de junio, fecha en la que recibieron un bombardeo intenso en las alturas del monte Tumbledown, se habían apostado con la idea de frenar a los ingleses, que estaban a no más de mil metros. Allí cayó Julio Segura, el primer fallecido de la compañía. “Fue un shock. En mi cabeza fue: ‘que esto se acabe, o para un lado, o para el otro, que firmen la paz o entremos en combate’. Y sucedió lo segundo”, arrancó Esteban, quien es de Buenos Aires y actualmente vive en la Villa de Merlo.

La noche de ese 13 de junio, después de cruzar un arroyo, mojados hasta los hombros, siguiendo la orden y el grito de aliento del teniente primero Víctor Hugo Rodríguez, llegaron a la altura del monte Wireless Ridge. “Estábamos abatidos. Hacía 70 días que estábamos dentro de los pozos, con la comida escasa, con frío, con angustia, con todo lo que eso te desgasta. La altura del monte era infernal. Había sombras, se escuchaban gritos, no sabía si disparar o no. Estábamos todos atentos a lo que pudiese llegar a pasar. En eso, el sargento Villegas nos ordena ‘a la carga’. Cuando saltamos llegó una balacera desde no más de 30 metros a la redonda. Nos tiramos de cara al piso. Cuando aflojó un poquito ese tiroteo, escucho ‘Tries, estoy herido’. Me corrí a mi izquierda. Un soldado, Mario Russo, tenía un tiro en el brazo. Le hice un torniquete. Le dije ‘Marito, después te sacamos’. Me arrastré a mi posición. Lo vi al sargento que estaba a unos 7, 8 metros”, narró.

—Mi sargento, Russo está herido.

—Yo también.

—¿Qué tiene?

—Un tiro en la panza. Tries, están saliendo las trazantes.

La trazante (o trazadora) es un tipo especial de bala, modificada para aceptar una pequeña carga pirotécnica en su base, lo que las hace notar en la oscuridad. Cuando vio de donde salían, Tries intentó apuntar.

—Sargento, usted está en el medio, no puedo tirar.

—Córrase, tire igual.

Tries busco ángulos. Y le reiteró al sargento que no podía tirar. El superior insistió para que lo hiciera.

—Córrase y tire igual. Yo estoy muerto.

—Si no se corre, no tiro.

—Deje, tiro yo.

Allí, boca abajo, el sargento estiró el brazo para agarrar el fusil. Cuando lo estaba tomando, lo hirieron en la mano. El sargento se dio vuelta, se sacó el correaje y las granadas.

—Sargento, lo vamos a buscar.

—Quédense ahí, no se levanten y esperen órdenes. Nos tienen rodeados.

Cuando levantó la cabeza, Tries vio miles de bolitas, como fósforos incendios sobre sus cabezas. Pensó que se quemarían vivos.

A su lado había un soldado, José Luis Cerezuela. Tenía 18 años y un mes de instrucción. Le dijo que fueran juntos a buscar al sargento, y aceptó de inmediato. Tries le dijo que dejara su fusil, pero se resistía. Tries insistió y dejó el arma. Levantaron los brazos, hicieron 10 pasos, rescataron al sargento y lo arrastraron hasta abajo de una piedra. Le salía sangre a borbotones. No tenían gasas ni apósitos. El hospital estaba a 8 kilómetros.

—Tries, contale a mi mamá, a mi mujer, a mis hermanas cómo quedé en el campo de batalla.

El superior siempre les decía que a Silvana, su hija de 3 años, la iba a llenar de besos cuando volviera al continente. Cuando vio que ese sueño no lo iba a poder cumplir, lloró y empezó a rezar un Padre Nuestro, que oró completo.

—Tries, no me pongo ni en héroe ni en estúpido, pero esto es una bolsa de fuego que tengo arriba de la panza. No aguanto más este dolor. Pegame un tiro y hacete cargo del grupo.

—Sargento, tenemos que comer un asado.

— ¿De qué asado me hablas?

Tries le dijo a Cerezuela que buscara a los 10 soldados del grupo que estaban desparramados, combatiendo. Y les dijo, uno por uno, que tenían que descender. El sargento pedía que no lo tocasen. Quería morir tranquilo debajo de la piedra. Pero lo cargaron al hombro y a los gritos, para que los propios no les dispararan, caminaron los 8 kilómetros hasta llegar al hospital, donde los médicos, con los pocos recursos que tenían, le salvaron la vida al sargento en una operación de 4 horas en medio del campo de batalla.

Por situaciones como esa, dice Tries, la guerra fue una demostración de amor genuino. “No importaba el rango, de dónde venís o qué pensás. Era amor”, remarcó. “El 2 de abril tiene que ser un día de celebración y de memoria, porque hay 649 argentinos que dieron la vida gratis por nosotros y no se los conoce. Abracémonos, saquemos la bandera, sintámonos orgullosos de cantar el Himno, demostrémosle al mundo que los argentinos nos podemos volver a unir, no desde la guerra, sino desde la paz”, cerró.


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